jueves, abril 28

Cementerio

Cada año, mi familia y yo visitamos el caluroso y monótono Cementerio Metropolitano, cuando mi abuelita (“La Juanita”) viene desde Osorno a visitarnos. La razón? Mi bisabuela. Ana Albertina Soto Núñez era la típica ancianita canosa, fiel hincha de “colo – colo”. Esta simpática abuelita, que quedo viuda a sus jóvenes veinticinco años, fue poco a poco deteriorada por el cáncer, pero murió de un sorpresivo derrame cerebral...

La ultima de estas visitas, fue una de las mas desoladoras de todas. Al llegar, nos estacionamos bajo la tranquilidad de el cansado sauce, que parecía triste como todos los años. Bajamos del auto para observar la tumba de la viejecilla. De inmediato “La Juanita” puso en el primer florero de cemento una cantidad abundante de ilusiones y seis rosas acompañadas de otros decorativos. En el segundo florero, puso mas ilusiones, pero solo cuatro rosas, demostrando preferencia por su madre, ya que junto a ella también se encontraba sepultado un tío de “La Juanita”.

Luego de un rato, entre mis padres, mi hermana, mi abuela y yo, decidimos ir a buscar agua para los 2 floreros y el pasto seco, a una fuente totalmente consumida por la humedad y los hongos. Al lado de esta fuente habían una mujer de unos cincuenta años, un joven y un poco mas lejos una niña. No es que estuviera pendiente de lo que hablaban, pero las tres veces que acudí a buscar agua escuché tres temas de conversación distintos... Herencias, disparos y un cabaret, respectivamente.

De vuelta a la tumba, solo me senté sobre la roca de cemento que acompaña la tumba de mi bisabuela a observar los alrededores . El calor y esa triste tranquilidad me asfixiaban. Desde el auto sonaba un poco de jazz clásico de los años 50, del que mi bisabuela disfrutaba mucho en vida. En la tumba siguiente a la de la abuelita “beti”, como le decían de cariño en mi familia, un hombre estaba sentado en una especie de banco mirando frente a frente la tumba que visitaba. Con cara de nostalgia, fumaba mientras a su alrededor jugaban dos niños que parecían ser sus hijos. Unos 15 o 20 metros delante mío, una pareja (hombre y mujer) de unos cuarenta años, colgaban globitos de colores sobre los árboles cercanos a la tumba que visitaban, la que contenía algunos regalos. Era el cumpleaños mas triste que he visto. La nostalgia me invadía cuando mi padre menciona un “Vamos?” que fue una especie de despertador para mi cabeza.

Ya dentro del auto, me fui con la cabeza fuera del vidrio mirando las lapidas, tumbas y nichos en las que descansaban miles de cuerpos. Ya no resistía el calor insoportable, por lo que después de un rato me quede dormido con una manzana a medio terminar en mi mano derecha pensando en lo tristes y angustiosos que son los cementerios y en que escribiría un texto sobre eso...